La superación del momento post-factual en el que parece que nos encontramos requiere que el periodismo profesional y organizado vuelva a jugar su papel de mediación y de foro deliberativo ante la opinión pública
2 016 podría ser bautizado como el año en que se hizo realidad, tras mucho tiempo de incubación, la denominada política post-verdad, o más genéricamente, la política post-factual.
De hecho, la expresión ha sido elegida como palabra del año por el Oxford Dictionary. Aunque el concepto se empezó a utilizar a principios de la década y para ilustrar las posturas contrarias al cambio climático por parte de políticos, electores y muchos expertos y que desoían las pruebas científicas sobre su existencia, no ha sido hasta este año cuando ese nuevo término se ha utilizado extensamente para dar luz a otros muchos fenómenos, especialmente visibles en campañas electorales y consultas ciudadanas.
Un artículo de William Davies en el New York Times (“The Age of Post-Truth Politics”, 24 de agosto de 2016) y un reportaje de portada de The Economist (“Post-truth politics. Art of the lie”, 10 de septiembre de 2016) abrieron la puerta a numerosas reflexiones públicas sobre este tema, en especial con motivo de acontecimientos catalogados como llamativos o sorprendentes, caso de la emergencia de Donald Trump como candidato republicano a la presidencia estadounidense o del éxito del Brexit en el referéndum británico.
Poco a poco, la lógica de la política post-verdad se ha extendido, como marco de análisis, para dar sentido a otros fenómenos a priori inesperados, desde la meteórica emergencia de los extremismos de izquierda o de derecha en muchos países europeos, hasta la negativa del pueblo colombiano al referéndum por la paz liderado por el Presidente Santos.
En todos los casos citados hay una cierta lectura de los hechos –sobre todo por parte del establishment– que interpreta que en la actualidad, en la vida pública, se producen equivocaciones colectivas, resultados fallidos; que los fenómenos comentados (victorias electorales sorprendentes, activación de radicalismos, etc.) no son consecuencia de una deliberación pública racional, sino, más bien, de complejos procesos de movilización irracional, apoyados en la fuerza de las emociones y los sentimientos.
Y estos se activan con eslóganes simplistas, con verdades a medias o con mentiras flagrantes. No es que la verdad sea siempre falseada o contestada, sino que pasa a ser un asunto de segundo orden. Las clases políticas tradicionales, buena parte de la intelectualidad, los medios de comunicación convencionales, y muchas otras instituciones tradicionales de la vida pública, ven con sorpresa y temor una situación ante la que no saben muy bien cómo reaccionar.
CONDICIONES DE LO POST-FACTUAL
La idea de una sociedad post-verdad, o mejor, de una arena pública de esa naturaleza, tiene que ver con la dificultad para fijar y compartir con la ciudadanía hechos que sean aceptados generalmente como verdaderos.
Por supuesto, los hechos no tienen sentido por sí mismos, y es necesario dárselo, pero hubo un tiempo en que muchos de ellos, como es lógico, tenían un sentido casi generalmente compartido.
Siempre podía quedar alguien que dudara del exterminio nazi, pero la realidad se imponía casi universalmente.
Hoy la cosa no es tan sencilla, y muchos estadounidenses creen que Obama ha financiado al islamismo radical o muchos españoles piensan que las empresas del IBEX aúpan y derriban presidentes.
Del mismo modo, quizá antes se podía discrepar sobre qué política económica era la más adecuada para una determinada coyuntura, pero quienes discrepaban al menos aceptaban que ciertos hechos –reflejados en datos como los de la inflación, el desempleo, etc.– eran reflejo suficientemente bueno de la situación, de la realidad.
Hay varios factores que llevan a que el famoso adagio periodístico “Facts are sacred, opinions are free” se esté transformando en su contrario, generando esa sociedad y esa política post-factual. A continuación se ofrecen algunos de ellos, más como ilustración que como una relación detallada de las fuerzas en juego.
E l primero de esos factores, sin duda alguna, es la grave crisis económica que se arrastra desde 2008. Sobre todo en los países más desarrollados, millones de ciudadanos se han visto golpeados por las consecuencias de una crisis económica y financiera que los poderes políticos y económicos no supieron anticipar, que ni siquiera los expertos se han puesto de acuerdo a la hora de interpretar, y que ha generado políticas económicas de dudosa eficiencia, sobre todo desde el punto de vista de la resolución de los problemas de la gente más desfavorecida.
La divergencia entre los discursos oficiales y la historia popular sobre la crisis ha generado una enorme desconfianza y una reacción de indignación por parte de grupos sociales cada vez más numerosos.
La indignación y el temor de muchos ciudadanos han sido el caldo de cultivo para la emergencia de populismos de izquierdas y de derechas, que promueven una visión simplista y maniquea de lo que sucede, así como de las soluciones a los problemas, apoyándose en un debate emocional del “ellos” contra “nosotros” (ricos versus pobres, élites versus la gente, inmigrantes versus nacionales, e incluso, musulmanes versus el resto).
Ante tales dicotomías, los hechos y los datos –que los hay de todo tipo– son seleccionados de tal modo que sirvan para reforzar la propia posición y para atacar la contraria, independientemente de su relación más o menos fundamental con la realidad.
U n corolario necesario de esta situación es el ataque a las élites y el desprestigio de los expertos.
Por un lado, las élites gobernantes en muchas sociedades liberales han sido corrompidas por el dinero y por los intereses especiales, y han perdido el contacto con la ciudadanía. Por otro, en la lógica del pensamiento que impera en el entorno de la política post-factual, se considera que los expertos están al servicio del establishment, y por tanto no se puede esperar de ellos un conocimiento cierto, sino información interesada.
Los análisis y los datos que aportan son sospechosos, cuando no falsos.
Es lo que Michael Gove, uno de los políticos conservadores británicos más activos en favor del Brexit, quiso expresar cuando dijo que “la gente de este país ya a tenido suficiente de los expertos”.
Por la izquierda, la parlamentaria laborista Gisela Stuart, en defensa de la misma posición, señalaría que “sólo hay un experto que importa, y ese eres tú, el votante”.
Y ante la continua publicación de datos y análisis de los costes del Brexit para los ciudadanos, el líder de Ukip, Nigel Farage, los descalificaba afirmando que los supuestos expertos independientes que los generaban estaban en la nómina del Gobierno británico o de la Unión Europea (que abogaban por la permanencia de Gran Bretaña en la Unión). Similares posturas y razonamientos, de supuesto o real desenmascaramiento de los datos y de los juicios expertos, se reproducen una y otra vez. Pero el fenómeno se ha generalizado de tal forma, que ya no es sólo prerrogativa de uno de los bandos –el que pone en duda el establishment–, sino que a menudo ambos se emplean a fondo en la desautorización de los expertos del otro.
De este modo, prácticamente en todo debate público de ideas, de posturas, de
políticas, etc. se necesita una intensa labor de fact-checking que, en cualquier caso, nunca acaba de resolver las dudas y la estupefacción del ciudadano.
Es más, en ocasiones, no hace sino reforzar la desconfianza generalizada sobre la información que se maneja. L a relativización de los hechos y de los datos que los reflejan se produce en un entorno de verdadero diluvio nformativo.
Casi sobre cada acontecimiento, sobre cada realidad, se generan de forma instantánea millares de análisis, de opiniones, de versiones, de datos que tratan de darles sentido, que además se van acumulando, de forma más o menos caótica, en las redes de información, y se distribuyen con una capilaridad casi infinita a través de los variados terminales a los que los ciudadanos están conectados.
En la era de los big data nada es lo que parece en un primer momento, ya que siempre se puede contar con más información que matiza, que da una nueva visión, que aporta nuevos datos, que los contrasta con otros ya existentes. Hay demasiadas fuentes, demasiados métodos de análisis y se carece de referencias de autoridad que sean aceptadas como intérpretes de esa complejidad. Es más, la complejidad misma pasa a ser sospechosa. En cierta medida, nunca habrá consenso sobre un hecho tan objetivo como el número de asistentes a una manifestación, ya que contaremos con el dato aportado por cada manifestante, el de las autoridades, el de los convocantes, el de la policía, el de los que se oponen a la causa de la manifestación, el de un servicio especializado de geolocalización, el de un análisis apoyado en la tecnología de infrarrojos, etc. etc.
Las fuentes, por otra parte, son tan abundantes y diversas que pierden su carácter referencial y de autoridad. Cada cual acaba confiando en el dato que más se acerca a su opinión o que confirma su prejuicio sobre el asunto.
Ante tal avalancha informativa, las nuevas tecnologías y el reducido número de gestores de plataformas que las hacen cercanas y útiles –Google, facebook, Twitter e Instagram, entre otros–, potencian la creación de espacios personales de información, en los que el ciudadano acaba cobijándose, ante el diluvio de contenidos, en un reducido y manejable, confiable y seguro universo informativo dominado por las relaciones con sus más cercanos, desde el punto de vista personal, profesional, ideológico, etc.
Como comenta en The Guardian Jerry Daykin, “los medios sociales nos organizan naturalmente en burbujas de personas con las mismas opiniones. Lejos de romper barreras y exponernos a opiniones nuevas y desafiantes, estas plataformas simplemente nos facilitan encontrar a más gente que piensa
como nosotros en cualquier lugar del mundo. (…)
Los algoritmos que la mayoría de estos servicios utilizan para controlar el flujo de contenidos a los que accedemos se optimizan automáticamente en torno a la información a la que mejor se responde, que casi con toda seguridad filtra y deja fuera las opiniones contrarias a las propias”.
E n esos círculos concéntricos, en los que fluyen los hechos y los datos que mejor se ajustan a los propios prejuicios, las emociones y sentimientos individuales se muestran en un uso perverso del lenguaje, que deja de lado la apelación al rigor y a la realidad de las palabras para resaltar la función de enmascaramiento y agitación propia de los eslóganes.
Una misma realidad se puede reflejar con expresiones completamente opuestas.
Lo que en ciertos círculos se percibe como una “agresión sexual” en otros se puede catalogar como una “reacción ante una provocación”; o lo que para unos es el “Estado nos roba”, para otros, como en el caso del problema entre Cataluña y España, es “esa Comunidad es una privilegiada“.
De hecho, la fuerza de la palabra se debilita y los significantes van perdiendo su relación con unos significados conectados con la realidad y válidos para todos.
El canal televisivo más ideológico de los Estados Unidos, Fox News, se autodescribe sin rubor como “Fair and Balanced”; el partido radical alemán Alternative für Deutschland utiliza el eslogan “Mut zur Wahrheit! (¡En honor a la verdad!); el partido español Podemos se arroga unilateralmente la representación de “la gente”; los políticos de la austeridad en Europa se refieren a la “consolidación fiscal” para evitar hablar de recortes.
Por supuesto, cada una de esas expresiones tiene un significado nítido y claro en el entorno de quienes se alinean con esas propuestas, pero al margen del significado más ampliamente compartido que las palabras, y su referencia a la realidad, tenían en el pasado. Siempre ha existido la perversión del lenguaje, su uso propagandístico, su utilización emocional por encima de su significado racional, etc., pero quizá nunca como ahora eso es tan posible en todos los ámbitos vitales, especialmente en temas relacionados con la vida pública.
La apropiación del lenguaje pasa a convertirse en un objetivo central de los movimientos políticos que pescan en las aguas de la política post-factual.
Además de los comentados, uno de los factores que prácticamente todos los análisis relacionan con la llegada de la política post-factual es la creciente debilidad de los medios de comunicación y del papel del periodismo en las sociedades democráticas del siglo XXI.
PERIODISMO Y SOCIEDAD POST-MEDIÁTICA
Alexis de Tocqueville, hace ya casi doscientos años, escribió que “You can’t have real newspapers without democracy, and you can’t have democracy without newspapers” ("No se pueden tener periódicos reales sin democracia, y no se puede tener democracia sin periódicos").
Al menos desde la época de Tocqueville, primero en forma de periodismo ideológico y después de periodismo profesional, la actividad desarrollada por los medios de comunicación ha sido fundamental para promover el debate público, el intercambio de ideas y opiniones plurales y diversas, necesario para el funcionamiento de las democracias modernas. Asimismo, los medios se han erigido como instituciones fundamentales en la promoción del conocimiento, de la cultura y de la sociabilidad, contribuyendo a la unidad e identidad de los pueblos y las naciones.
Por último, los medios han ejercido como el “cuarto poder” –contrapeso– y el “perro guardián” –vigilancia– de la sociedad frente a los excesos del resto de poderes políticos, económicos, militares, etc.
Por supuesto, funciones tan nobles sólo han sido cumplidas a medias, dependiendo de los lugares, los momentos históricos y la propia estructura del sistema mediático. Desde la misma aparición de los medios, tanto en sus versiones de medios públicos como privados, se ha criticado el grado en que cumplían o no con misiones tan importantes como las citadas, enmarañados –como siempre lo han estado– en una red de relaciones y conflictos de intereses ideológicos, políticos, económicos y comerciales.
Más recientemente, sobre todo a partir de los años setenta del siglo XX, el periodismo realizado en unos medios cada vez más diversos –prensa, radio, televisión– y en condiciones de mercado cada vez más competitivas ha sido objeto de escrutinio continuo, sobre todo porque está en manos de grandes corporaciones guiadas más por intereses comerciales que profesionales.
Pero con sus luces y sus sombras, hasta hace bien poco el periodismo contaba con el beneplácito social como institución central en las democracias.
S in embargo, la sucesiva aparición de nuevas tecnologías y su popularización, ya en el nuevo siglo, ha ido erosionando esa función institucional de los medios y desfigurando el ejercicio del periodismo.
Por un lado, el reto tecnológico ha puesto en jaque el modelo de negocio tradicional de los medios de comunicación, basado en la publicidad y el pago por los contenidos, y ha generado un ecosistema informativo en el que las empresas periodísticas cada vez tienen más dificultades para desarrollar su actividad y se debilitan más y más ante la emergencia de nuevas modalidades de producción y distribución de información.
Millones de personas, miles de nuevas empresas digitales y un puñado de enormes negocios globales de gestión de contenidos (buscadores, redes etc.) constituyen una plataforma inabarcable de suministro de noticias para los ciudadanos, que las consumen en tiempo real, a golpe de memes y de mensajes de 140 caracteres, sin recabar en exceso –más bien, sin hacerlo en absoluto, por ejemplo entre los más jóvenes– en la fiabilidad, profesionalidad o autoridad de las fuentes.
Por otro lado, la muy sana idea de que gracias a las nuevas tecnologías cualquier ciudadano puede participar en el debate público se ha transformado en el principio de que cualquiera puede actuar como un cierto medio de comunicación –que elabora y difunde contenidos–, informando, comentando y analizando, tanto la actualidad más personal y cercana, como muchos otros temas de interés público. Toda persona, en este nuevo contexto, es un “periodista ciudadano” en potencia. En ese entorno se difuminan las fronteras entre el periodismo y otras formas de comunicación o activismo, que no tienen por qué seguir –y en general no lo hacen– las buenas prácticas de esa profesión. El rigor, la fidelidad a la realidad, el contraste de fuentes, la imparcialidad, la distinción entre información y opinión, el criterio periodístico en la selección de temas, etc., etc., dejan de tener sentido. Aunque muchos de esos conceptos se han puesto en duda una y otra vez, desde dentro y desde fuera de la profesión, es cuando prácticamente desaparecen –en ese universo caótico de contenidos sobre la actualidad– cuando realmente se les echa en falta. L a situación se complica cuando buena parte de los medios, esos que en el pasado trataban a duras penas de cumplir las nobles funciones públicas que se les asignaban, tira la toalla y se enzarza en las mismas batallas del impacto por el impacto, el sensacionalismo, la superficialidad y el emotivismo. Aquejados por sus problemas económicos, desconcertados por los retos de las nuevas tecnologías y remisos a perder su influencia en la sociedad, muchos medios han dejado de creer en lo que habían creído en los dos últimos siglos. Así, sus mensajes, sus verdaderas aportaciones al debate público, crecientemente menguantes, y sus contenidos desechables cada vez más numerosos se disuelven sin orden ni concierto en el ruido generalizado que rodea a los temas de actualidad.
Los datos se mezclan con las opiniones, las verdades con las mentiras, las noticias con los rumores y bulos (fake news), y todo ello se esparce con una capilaridad casi infinita, hasta que finalmente es filtrado por el amigo o el colega en Facebook o Twitter, para ser consumido en alguna de las múltiples terminales a las que estamos conectados.
Con unos medios de comunicación famélicos y un periodismo desdibujado caben a sus anchas la mentalidad post-factual y la lógica de la intoxicación, el prejuicio y la propaganda.
La política post-factual corre paralela a un (supuesto) periodismo post-factual que es el modo más común de informarse en una sociedad post-mediática. Los medios han dejado de ser, para gran parte de la sociedad, la autoridad informativa, y muchas veces moral, que ayudaba a los ciudadanos a tomar mejores decisiones, a entender mejor el mundo que les rodea, y a participar de manera más plena en la discusión pública.
En esa sociedad des-mediatizada, con una gran fragmentación de fuentes de información y con audiencias cada vez más atomizadas, surgen por doquier actividades pseudo-periodísticas que difunden mensajes viscerales, contenidos que mezclan realidad con ficción e imágenes impactantes para agitar las conciencias y activar las emociones.
Las últimas elecciones estadounidenses han sido buena muestra de este fenómeno.
Con prácticamente todos los medios tradicionales en su contra –incluso con el New York Times suspendiendo temporalmente su tradición de imparcialidad, para combatir su candidatura–, Donald Trump y sus mensajes lograban captar la atención de millones de personas a través de blogueros y websites afines al candidato que actuaban como agitadores, con Breitbar News y Drudge Report como modelos de referencia.
De este modo, el populismo político, tan propio de la política post-factual, se retroalimenta con el populismo periodístico, en el que los medios dejan de jugar su papel institucional de mediadores profesionales para convertirse en activistas del enfrentamiento (del “nosotros” contra “ellos”), en medios de expresión de figuras carismáticas y en foro de discusión en el que predomina lo que el pensamiento superficial y simplificador.
La sociedad post-mediática es condición necesaria de la política post-factual, cada vez más alejada de una acción política y una opinión pública racional y deliberativa.
Recientemente, Jürgen Habermas, uno de los autores que más y mejor ha reflexionado sobre la necesidad de esa sociedad deliberativa –y que no es sospechoso de ser condescendiente con el sistema de medios tradicional, al que ha criticado en infinidad de ocasiones–, se hacía eco de esta realidad.
En una entrevista en el Frankfurter Rundschau, comentaba en 2014:
“A lo largo del siglo XIX –con la ayuda de los libros y los periódicos de masas– fuimos testigos del nacimiento de las esferas públicas nacionales, en las que la atención de un cuantioso e indefinido número de personas podía aplicarse a unos mismos problemas. (…)
La esfera pública clásica surgía del hecho de que la atención de un público anónimo se ‘concentraba’ en unos pocos problemas importantes, de interés público, que de una u otra forma debían ser regulados. Esto es lo que Internet y la web no saben cómo hacer. (…) En el maremagnum de ruido digital las comunidades creadas en torno a la comunicación son como archipiélagos dispersos: hay billones de ellos. Lo que les falta a esos espacios comunicativos (cerrados sobre sí mismos) es un vínculo inclusivo, la fuerza inclusiva de una opinión pública en la que se resaltan las cosas que son realmente importantes. Para crear esa “concentración”, la primera necesidad es saber cómo seleccionar –para conocer y comentar– la información, los temas y las discusiones relevantes. Por decirlo brevemente, en el maremagnum del ruido digital, las habilidades del buen periodismo –tan necesarias hoy como en el pasado– no deberían perderse”.
PERIODISMO PROFESIONAL Y ORGANIZADO
El futuro del buen periodismo, o al menos del tipo de periodismo que históricamente ha sido esencial para el funcionamiento de una sociedad democrática, depende tanto de su adaptación a los cambios tecnológicos y económicos, cuanto de su capacidad para preservar algunos de los principios y prácticas profesionales que le han dado sentido a lo largo de la historia. Hasta ahora, más bien con poco acierto, los medios han tratado de navegar en las turbulentas aguas generadas por esos cambios. En muchos casos, se han dejado llevar por los acontecimientos y por las exigencias de un entorno comunicativo dominado por nuevas ideas, no siempre compatibles con su identidad.
Quizá sin ser muy conscientes de ello, los medios han acabado convirtiéndose en cómplices de la política post-factual, tanto por acción como por omisión. La recuperación de su papel en esta sociedad post-mediática pasa por repensar el sentido del periodismo profesional y organizado en el contexto
informativo actual.
Frente a los pseudo-periodismos y el periodismo amateur, el periodismo profesional debe recuperar la capacidad de salirse del flujo ingente y caótico de contenidos que inunda la sociedad, del enorme ruido digital al que se refiere Habermas, para seguir buscando aquello que es necesario que se sepa y que se desconoce, para trabajar con agendas propias, para separar el grano de la paja en los fenómenos de actualidad, y dar un sentido contextualizado a los acontecimientos informativos más relevantes.
Ya sólo la tarea de agregación, síntesis, verificación y valoración de fuentes e informaciones relevantes en torno a los temas clave de la actualidad, en ese universo caótico, es un trabajo insustituible del periodista, que tiene sentido si está basado en la confianza que en él depositan sus lectores y la sociedad. La superación de la política post-factual necesita más periodismo profesional, no menos.
Ese periodismo profesional, históricamente, ha sido un periodismo realizado en organizaciones, entre otras cosas porque el buen periodismo, el que se erige en pilar básico y estable de un sistema democrático, sólo puede ser resultado de una obra colectiva.
Los grandes medios periodísticos, los que han jugado y en cierta medida siguen jugando un papel fundamental en la configuración de la opinión pública, son resultado de la actividad de empresas, fundaciones, entes públicos u otras modalidades de organización, a menudo complejas e intensivas en recursos económicos y humanos. La organización con misión periodística, en este sentido, no tiene sustituto útil en otras modalidades de generación y difusión de información altamente personalistas (blogs, webs, micro- portales de contenidos, etc.) o altamente mecanizadas (plataformas de búsqueda, redes sociales, etc.).
La superación del momento post-factual en el que nos encontramos, al menos en muchas democracias occidentales, requiere que el periodismo profesional y organizado vuelva a jugar su papel de mediación en la opinión pública, el que ha jugado a lo largo de buena parte de su historia reciente, aunque eso suponga que tenga que reinventarse y adaptarse a los nuevos tiempos.
De lo contrario, volveremos (...llegamos?) a una era pre-profesional, la del periodismo ideológico y de campaña de hace casi dos siglos, incubado en sociedades pre-democráticas.
La política de las emociones
En la era tecnológica, las emociones públicas nos están moviendo de nuestro estado social y político habitual.
En esta era, también postmediática, las narrativas y los símbolos que configuran la opinión pública, pilar esencial de nuestra democracia, dejan de estar en manos de las élites pensantes y son construidas por las masas. Masas irracionales. Masas emocionales que favorecen los populismos. En este contexto, los medios de comunicación, como tantas veces se ha dicho, se convierten hoy más que nunca en la piedra angular de nuestra enferma democracia.
Razón y emoción. Ya dejó claro Aristóteles hace siglos cuál de las dos debe prevalecer para la buena vida. «La felicidad suprema reside en el ejercicio de la razón, pues el hombre es razón, más que ninguna otra cosa».
Las emociones, para Aristóteles, no tienen por qué ser como caballos desbocados, sino que pueden domarse a través de un ejercicio cognitivo que resulte en un cambio de creencias. De ahí que Aristóteles aspirara a provocar emociones virtuosas en las audiencias a través de la buena oratoria, una oratoria efectiva, que consiguiera cambiar las creencias.
La segunda afirmación de Aristóteles es que la virtud más elevada está solo al alcance de las élites. La democracia moderna, por tanto, ha de conferir el poder a unos pocos elegidos. Idealmente, a los virtuosos. Hasta la irrupción de las redes, hemos vivido cómo esto se traslada a la información, que quedaba concentrada en manos determinados medios de comunicación cuyas agendas condicionaban el estado de la opinión pública de un país. Con sus vicios y virtudes, con sus revoluciones y sus revueltas, así se ha mantenido «ordenado» el modelo democrático liberal durante más de dos siglos, fundamentalmente en Estados Unidos y en Inglaterra.
Pero la tecnología y las redes han logrado lo que nunca se había logrado en la historia de la democracia occidental: invertir la pirámide de élites y masas. Surge así la posibilidad de nuevas formas democráticas, cuyas consecuencias estamos comenzando a conocer.
Podemos aventurar que la primera consecuencia es el dominio de las emociones frente a la razón en la esfera pública. Cobra aquí relevancia la reflexión del politólogo francés Dominique Moïsi: «Algún día, el mapa de las emociones se convertirá en un ejercicio tan legítimo y forzoso como cartografiar el espacio geográfico».
El asesor del Instituto Francés de Relaciones Internacionales escribió en 2009 el libro La geopolítica de la emoción, en el que describe cómo el miedo, la humillación y la esperanza están dando nueva forma al mundo. Para el autor, el miedo domina Europa y Estados Unidos, la esperanza predomina en Asia y la humillación abunda en los países árabes. Esta distinción emocional, lejos de ser reduccionista o estereotípica, es una clara llamada para entender al «otro» en la era de la globalización.
Pero la victoria de Emmanuel Macron el pasado 7 de mayo nos demuestra que la predominancia de una emoción frente a otra no depende tanto de las regiones, sino de otro fenómeno. Un fenómeno que ha cogido tracción en Occidente en estos últimos años postcrisis. Hablamos del enfrentamiento político, social y cultural entre las élites aliadas de la globalización económica, tecnológica y científica y las masas víctimas de la deslocalización, la robotización y la digitalización. La España «de la casta», como diría Pablo Iglesias para referirse a las primeras, y la Francia des oubliés («de los olvidados»), como diría Marine Le Pen para calificar a las segundas.
En muchos países europeos y en Estados Unidos, estamos siendo testigos de esta tensión entre élites y masas, que está claramente detrás del auge de populistas como Iglesias y Le Pen, Nigel Farage o Donald Trump, y que está marcando la dinámica emocional en Occidente. Así, la esperanza ganó en Francia con la victoria de Macron, mientras que el miedo ha triunfado en los países anglosajones, con el inimaginable encumbramiento de Trump al frente de la Casa Blanca o del igualmente inesperado brexit.
«Estas victorias electorales sorprendentes no son consecuencia de una deliberación pública racional, sino, más bien, de complejos procesos de movilización irracional, apoyados en la fuerza de las emociones y los sentimientos», escribía hace poco Ángel Arrese, profesor de Medios de Comunicación en la Universidad de Navarra.
En este contexto, parecen adecuadas ciertas medidas que están tomando países como Alemania, donde se está obligando a Facebook o Twitter a controlar los debates emocionales que se generan en sus plataformas. Y también resulta esencial que los medios tradicionales recuperen su papel histórico en el establecimiento de la agenda pública. Lo resume estupendamente el filósofo Daniel Innerarity en su último, Medios que medien: «Necesitamos la mediación de los medios como instrumento de orientación en entornos poblados de mentiras, pero todavía más de datos irrelevantes y estados de ánimo confusos».
Medios que medien
La actual fascinación por las redes sociales, la participación o la proximidad pone de manifiesto que la única utopía que sigue viva es la de la desintermediación. Una desconfianza ante las mediaciones nos lleva a suponer automáticamente que algo es verdadero cuando es transparente, que toda representación falsifica y que todo secreto es ilegítimo. No hay nada peor que un intermediario. Por eso nos resulta de entrada más cercano un filtrador que un periodista, un aficionado que un profesional, las ONGs que los gobiernos y, por eso mismo, nuestro mayor desprecio se dirige a quien representa la mayor mediación: como nos recuerdan las encuestas, nuestro gran problema es… la clase política.
Hay una lógica de fondo que conecta el desinterés hacia el periodismo (porque en las redes uno ya se informaría y expresaría sin necesidad de autorización alguna), la preferencia por los mercados escasamente regulados (suponiendo que la mera agregación espontánea de los intereses produce los mejores resultados) y el desprecio hacia la política (dado que los artificios de la representación no servirían más que para falsificar la verdadera voluntad de la gente, que se haría valer mejor cuanto más directa o plebiscitaria fuera la democracia). En estos tres casos, que caracterizan muy bien el modo de pensar dominante de nuestra época, late la idea de que el mundo (es decir, la verdad, la justicia y la democracia) están inmediatamente a nuestro alcance y que los procedimientos e instituciones para la configuración de estos valores son los culpables de su desfiguración. La lógica del click, el voto o la opinión espontánea harían innecesarios cualquier instrumento para elaborar las opiniones y las decisiones; periódicos, regulaciones, partidos, sindicatos, parlamentos serían igualmente innecesarios e incluso enmascaradores de la realidad o de la voluntad del pueblo.
Este es, a mi juicio, el contexto más apropiado para pensar la actual crisis del periodismo y para defender su valor en una democracia. El discurso acerca de la «postverdad» nos está distrayendo de algo más preocupante que la intencionada distorsión de la realidad por parte de algún malvado: la propia incapacidad de los sujetos para hacerse cargo de la complejidad informativa del mundo.
Si estamos en una época de creciente incertidumbre no es porque alguien este deliberadamente creando confusión, sino porque carecemos de instrumentos que organicen los datos, ponderen los juicios y ofrezcan una visión coherente de la realidad. Necesitamos esta mediación de los medios como instrumento de orientación en entornos poblados de mentiras, por supuesto, pero todavía más de datos irrelevantes y estados de ánimo confusos. Esta defensa de las mediaciones no supone rendirse a la autoridad de algún mediador privilegiado, entre otras cosas porque hay muchas mediaciones que compiten entre sí; es un reconocimiento de que nuestras limitaciones cognitivas no proceden de que sea escasa la información sino de que no andamos sobrados de instrumentos para hacer frente a la complejidad del mundo y orientarnos en él.
Las sociedades avanzadas reclaman con toda razón un mayor y más fácil acceso a la información. Pero la abundancia de datos no garantiza vigilancia democrática; para ello hace falta, además, movilizar comunidades de intérpretes capaces de darles un contexto, un sentido y una valoración crítica. Separar lo esencial de lo anecdótico, analizar y situar en una perspectiva adecuada los datos, exige mediadores que dispongan de tiempo y competencia. En este trabajo de interpretación de la realidad también son inevitables los periodistas, cuyo trabajo no va a ser superfluo en la era de internet sino todo lo contrario.
Articulo escrito por Fernando Miguel Silvestre
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